Misterio porteño
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Entre la muchedumbre, por la avenida Santa Fe, la sorprendió esa repentina oscuridad. Esperaba llegar al café Tortoni antes de que soplara el viento, para abrigarse de los chubascos veraniegos. Cruzó la calle sin preocuparse por los semáforos. Aquella tarde, los embotellamientos eran tan numerosos que lograba zigzaguear libremente entre los coches. Quería llegar lo más rápido posible a la estación de metro.
Bajó los escalones a toda prisa. El andén de la estación Scalabrini Ortiz estaba atestado de gente. Eva, que medía un metro setenta y seis dominaba a la mayoría de sus compatriotas. Alta, delgada y siempre sonriente, los hombres estaban deseosos de dejarle el paso, lo que resultaba cómodo a las horas punta. Aquel día, llevaba un vestido blanco primaveral con una bolsa para los libros. Contrastando con ella, la mayoría de la gente de la periferia en el andén, tenían los brazos cargados de compras, en ese fin de diciembre, los argentinos se precipitaban hacia los almacenes antes que la inflación galopante devaluara su sueldo mensual. Ella iría a gastar el suyo al día siguiente, algunos miles de pesos por una traducción. Como acababa su primer año universitario, quería irse de vacaciones, pero aún no sabía adónde. Vacilaba entre Punta del Este en Uruguay, o Mar del Plata en la quinta veraniega de sus padres.
Se dejó caer en un asiento, abrió un libro y se sumió en su lectura. Por aquel tiempo de disturbios, era mejor evitar las miradas ajenas. El país se dirigía hacia el abismo económico y los generales iban perdiendo su nivel de popularidad. Cuanto más alta era la represión, cuanto menor era su popularidad.
Leía El Retrato de Dorian Gray en su versión original. Eva estudiaba idiomas porque quería recorrer el mundo y aprender la historia por medio de la literatura. La fascinaba Inglaterra más que cualquier otro país. Profesaba una gran admiración por su pueblo que supo imponer su régimen parlamentario al resto del mundo y que, gracias a la geografía, resistió con heroísmo a la locura nazi. Eva Lebowski no olvidaba nunca sus raíces judías por su padre, aunque era de cultura alemana por su madre.
Mientras estaba leyendo, se preguntaba si estaría aún en este mundo si los nazis hubieran salido vencedores de los Aliados. ¿La hubieran salvado lo rubio de su pelo y sus finas facciones? ¿La hubieran detenido les miembros de la oscura sociedad GOU – cuyo jefe era el general Perón – si sus amigos alemanes hubieran ganado la guerra? Eva se ensimismó un ratito hasta que se dio cuenta de que alguien la miraba de hito en hito. Alzó la cabeza y vio frente a ella un tío que la observaba, lo que la molesto. Al principio, su piel oscura, sus ojos negros, su nariz aguileña le hizo pensar que no era de aquí. Al mismo tiempo, le atraía.
Seguro que venía de una provincia del norte o de Bolivia. Aunque su rostro era de una hermosura poco corriente, la conmovió su pinta dolorosa. La impresionó su mirada sensual aguda y al mismo tiempo triste. Le pareció de mal agüero. Siguió leyendo.
En la estación Callao subió al metro una multitud de gente. Una mujer embarazada le preguntó si podía dejarle su sitio, lo que hizo con mucho gusto. Metió el libro en su bolsa y se agarró de una manilla. De repente vio que la rodeaban unos hombres. El calor húmedo de aquel verano hacia sudar a los pasajeros y la molestaban todos esos olores. El desconocido se acercó discreta y lentamente y la miró de nuevo atentamente. Eva resistió. Poco después se mareó y se desmayó.
Fue trasladada a otra época. Se encontró en una ciudad del norte en Tucumán. Hacía calor. El aire era tan seco que las calles estaban polvorientas y desérticas. Dos tíos, vestidos de negro, con gafas de sol entraron repentinamente en una casita blanquecina. Cinco minutos después, salieron de nuevo con prisa, ciñendo a un joven que tenía la cara ensangrentada y el muslo izquierdo herido a balazos. Subieron al Peugeot gris que arrancó a toda velocidad. Eva no perdía de vista el coche como si viajara mentalmente. Así vio a los tres hombres en una casa elegante dentro de la cual hombres y mujeres estaban encerrados en grandes jaulas. Echaron al preso en una de las celdas. Mientras le interrogaban, él callaba. Sólo soltó un grito cuando el verdugo le quemaba con un cigarrillo, le arrancaba dos uñas, y le administraba descargas eléctricas en los testículos. Por fin, un general les pidió que lo llevaran a la capital federal, a la escuela de mecánica de la Marina para dar un paseo en helicóptero.
Ahora Eva oía los zumbidos encima del atlántico sur. Quería ayudar al preso, pero quedaba sin voz, incapaz de gritar, ni siquiera de desatarlo. ¿Qué le ocurría? Reconoció al indio, drogado, con las manos y los pies atados con una piedra y el rostro tumefacto. Le estaban arrojando desde mil metros de altura, encima de la provincia de B.A. Ella sintió ligeras bofetadas, abrió los ojos y vio los del forastero que la sostenía en sus brazos. Se encontró tumbada en la acera frente a la estación Tribunales.
– Todo bien señorita. Se desmayó en el tren. No se preocupe que llegará una ambulancia.
– No sé lo que me pasa. No me gusta llamar la atención, me da vergüenza. Lo siento.
– No se preocupe, será el calor.
– Es muy amable por haberme prestado socorro. ¿Como se llama usted?
– Andrés Carrero. Estudio medicina.
– ¿No es de aquí?
– No, soy del norte, de Santiago del Estero. ¿Lo conoce? ¿Señorita, Se siente mejor? Está muy pálida.
Quedó desconcertada. A ella, le aterraban las coincidencias. – Por el amor de Dios, no vaya nunca allá, dijo en un suspiro. – No se preocupe por mi Señorita. No tengo ninguna intención de volver a Tucumán. Aquí en Buenos Aires me paso todo el tiempo estudiando, le contestó con voz jovial. Luego la miró atentamente, una risilla le quitó a él toda alegría. Desapareció. Un chubasco azotó la ciudad. Ella estalló en sollozos.
©2017 Pierre Scordia
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