Gastronomía y terror en el siglo XX

El nuevo libro de Christian Roudaut combina historia y gastronomía para retratar a los dictadores del siglo XX desde una perspectiva tan original como provocadora.

Roudaut nos invita a un banquete peculiar, donde el menú revela tanto como los discursos. En À la table des tyrans, el autor recorre la vida íntima de algunos de los más temidos líderes del siglo pasado a través de sus hábitos alimenticios. Una obra tan acertada como insólita, que logra mostrar el lado tragicómico de estos personajes sin trivializar su crueldad.

El revolucionario | Mao Zedong

El recorrido comienza en el palacio de Mao Zedong, para quien el pimiento rojo era más que un ingrediente: simbolizaba el fuego revolucionario. Carnívoro empedernido, Mao adoraba la carne de res y cerdo, así como los sabores intensos de la cocina de su provincia natal, Hunan. Como otros dictadores, encontraba en los platos de la infancia una fuente de consuelo y poder. Para el Gran Timonel, preferir sabores suaves o dulces era signo de debilidad y decadencia burguesa. El gusto, como la conciencia, debía reeducarse: el buen comunista, decía, prefiere el picante.

Las tensiones ideológicas entre Pekín y Moscú también se reflejaban en la mesa. En los banquetes oficiales, las delegaciones china y soviética no solo discutían de marxismo, sino que también chocaban en sus elecciones gastronómicas, evidenciando dos visiones irreconciliables del comunismo.

Ni siquiera durante la hambruna provocada por el desastroso Gran Salto Adelante —el plan de industrialización forzada que sumió a China en una grave crisis alimentaria— Mao se privaba de ciertos placeres. Aunque proclamaba su renuncia a la carne en gesto de solidaridad, seguía deleitándose con pescados selectos. Su predilección por la comida aceitosa y fuertemente condimentada le causaba frecuentes molestias digestivas.

El capítulo dedicado a sus hábitos intestinales bordea lo grotesco con humor. Roudaut narra con ironía cómo los médicos del líder revolucionario analizaban con esmero sus deposiciones, en un ritual tan absurdo como revelador del culto a la personalidad que lo rodeaba.

Mao Zedong

El emperador de Centroáfrica | Jean-Bedel Bokassa

El segundo capítulo nos traslada al fastuoso banquete del emperador centroafricano Jean-Bedel Bokassa, quien gobernó con mano de hierro a unos dos millones de súbditos. Francófilo empedernido, Bokassa ostentaba la doble nacionalidad y no ocultaba su admiración por Napoleón Bonaparte, al punto de emularlo en su desmesurada coronación. No solo empapó de simbolismo imperial su régimen, sino también las manos —y los estómagos— de los actores clave de la llamada “Françafrique”, esa red de intereses oscuros entre París y sus excolonias.

El recuerdo de los famosos diamantes entregados a altos funcionarios franceses sigue vivo. La ceremonia de coronación, inspirada en la de su ídolo napoleónico, costó una fortuna. Los regalos distribuidos entre la élite francoafricana fueron tan excesivos como reveladores de una complicidad incómoda.

Sin embargo, cuando la marioneta se volvió demasiado difícil de manejar, en París comenzaron a circular rumores. Las acusaciones de canibalismo —jamás comprobadas— sirvieron para desacreditarlo públicamente. Su difusión, tanto en la prensa francesa como en la africana, fue acogida con oportunismo político y tintes racistas. En realidad, nada indica que Bokassa haya sido caníbal, pese al sensacionalismo que alimentó su leyenda negra.

Lo cierto es que los diplomáticos y ministros franceses que compartieron mesa con él nunca se quejaron de los manjares servidos. Al contrario: muchos de ellos elogiaron la cocina imperial, quizá sin imaginar que años después esa misma mesa sería evocada con morbo y escándalo.

El emperador Bokassa

El burguesito ocioso | Adolf Hitler

El tercer tirano bajo la lupa es Adolf Hitler, retratado muy lejos del mito del superhombre carismático y cercano al pueblo. Roudaut lo describe más bien como un burgués ocioso, aficionado a los pasteles y propenso a la autocompasión, que se fabricó un pasado heroico repleto de privaciones. ¿Tenía razón Mao al ver en el gusto por lo dulce una señal de decadencia?

Contra lo que podría imaginarse, Hitler en la mesa no se comporta como un déspota. Aunque era vegetariano, no imponía su régimen alimenticio a los demás. No obstante, sus comidas resultaban monótonas y, según los testimonios, bastante tediosas para los comensales. No por los platos en sí, sino por el anfitrión: una vez comenzaba a hablar —y rara vez se detenía—, la velada se convertía en una interminable perorata.

El Führer dejaba entrever rasgos de hipocondría. Convencido de que una cucharada de aceite mineral podía limpiar tanto las armas como su organismo, recurría a remedios dudosos con fe obstinada. No sorprende, entonces, que sufriera frecuentes molestias digestivas, entre ellas, dolor abdominal y flatulencias.

Más que un monstruo de sangre fría, Roudaut nos presenta a un personaje ridículo, casi grotesco, cuyo régimen de vida estaba marcado por obsesiones, tics y rituales absurdos. Una imagen incómoda, alejada de la iconografía del mal absoluto, pero no por ello menos reveladora.

Hitler con Eva Braun

El anfitrión sádico | Iósif Stalin

Ser invitado a cenar por Hitler podía resultar tedioso, pero asistir a una velada con Iósif Stalin era francamente peligroso. Si bien el líder nazi, en ocasiones, podía mostrar cierta humanidad o incluso gestos de benevolencia, el “hombre de acero” no se permitía tales debilidades. Jovial en apariencia pero esencialmente paranoico y cruel, Stalin encarnaba el lema tácito: embriagar para humillar, humillar para reinar mejor.

Las cenas en su dacha eran verdaderas trampas psicológicas. Al final de la noche, ningún invitado sabía con certeza si volvería a casa por su propio pie o si una patrulla del NKVD lo conduciría a la lúgubre prisión de Lubianka. En ese ambiente enrarecido, los gestos más anodinos podían tener consecuencias letales.

Uno de los episodios más ilustrativos lo protagoniza Viacheslav Molotov, el inquebrantable ministro de Asuntos Exteriores. A pesar de su lealtad, debió humillarse en público más de una vez para complacer al líder. En una ocasión, por petición expresa del Vozhd, se vio obligado a bailar un vals con Pavel Postychev, un viejo camarada de Stalin. La escena adquiere tintes trágicos si se considera que la esposa de Molotov ya había sido detenida y enviada al gulag por ser judía. Y más aún cuando se sabe que el propio Postychev, uno de los ejecutores del Holodomor —la gran hambruna que asoló Ucrania y causó la muerte de tres millones de personas—, sería purgado y ejecutado en 1939.

Este capítulo resulta particularmente sabroso y estremecedor, salpicado de anécdotas recogidas también en las memorias de Nikita Jrushchov. Roudaut no solo nos muestra la ferocidad del dictador georgiano, sino también el terror íntimo que se respiraba incluso en sus banquetes más fastuosos.

A la derecha de Stalin, Molotov.

Almuerzo campestre y cenas opíparas | Nicolae Ceauşescu & Sadam Huseín

Los capítulos dedicados a Nicolae Ceauşescu y Sadam Huseín no dejan lugar a equívocos: el apetito de los tiranos por el poder y la pompa se extiende también a la mesa. Roudaut detalla con especial atención la visita oficial del general De Gaulle y su esposa Yvonne a Rumania en 1968. Entre los muchos momentos incómodos de aquel viaje, destaca un almuerzo campestre improvisado a último minuto por los Ceauşescu, que pasaría a la historia por su inoportunidad y torpeza diplomática. Un episodio tragicómico digno de comedia de enredos soviéticos.

En cuanto a las páginas dedicadas a Sadam Huseín, el autor nos traslada a cenas mucho más calculadas, en las que la camaradería geopolítica se aliña con intereses estratégicos. Roudaut evoca las veladas compartidas entre Huseín y su “amigo” Jacques Chirac —un político aficionado a la buena mesa—, en tiempos en que el objetivo francés era cerrar la venta de una central nuclear a Irak. Buenas comidas, sí, pero al servicio de relaciones peligrosas.

Un hilo en común une a todos estos personajes: el miedo a ser envenenados. A pesar del poder absoluto y los banquetes a su medida, ninguno de ellos escapó a la desconfianza perpetua. La sospecha era el condimento inevitable de cada plato, y el dolor de estómago, su consecuencia más constante.

Comer con los tiranos —como sugiere el autor— es, para el lector, un verdadero placer. Una obra que combina historia, política y gastronomía con inteligencia, ironía y un sentido del humor afilado. Un banquete literario servido con precisión quirúrgica.

Versión en francés: À la table des tyrans, un régal littéraire




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